El Alma al diablo

Posted: domingo, febrero 07, 2010 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Las fábulas pueden ser macabras. De hecho, la mayoría de las fábulas clásicas son macabras. En esa dimensión todo es una trampa, los lobos, las reinas, los bosques, las manzanas. Lo más pequeño puede contener algo terrible y mortal. La belleza es un disfraz para el hambre. Si me preguntan quién protagoniza las fábulas clásicas no hablaría de cerditos, princesas o hadas, hablaría de voracidad y eso es tan atractivo que siempre produce nostalgia pensar en los cuentos que nos leían antes de irnos a la cama; sin ellos el mundo en el que vivimos los primeros años carecería de interés: sin monstruos en el armario, fantasmas bajo las camas, manzanas envenenadas y bestias salvajes esperando coincidir con nuestro destino la vida simplemente sería una aventura sosa. El terror. ¡Qué buena pedagogía!

Esta pequeña obra maestra es una fábula y es macabra. Y es triste y se ve tan real que produce un susto de muerte. Pero no un susto inmediato, efectista, de los que sobresaltan al instante y luego se olvidan. Es un susto que se incuba en el interior, como le pasa a los astronautas de El octavo pasajero. Vas tan tranquilo, saludando a tus compañeros, te sientas a cenar y sin previo aviso el susto aflora en tu pecho, te desgarra, te hace atragantar, te asfixia y acaba con todo tu mundo. Es decir, es un susto de los que valen la pena. Te cambia. Y es tan simple esta pequeña obra maestra. Una historia completa, completísima, narrada en menos de cinco minutos. Como en las buenas historias cada imagen es un aforismo, preciso y con un lenguaje oculto esperando hacer eclosión en tu pecho y en las palabras que escuchas cuando no estás pensando en nada y sólo reverberas en imágenes parásitas que viven en tu cabeza contagiadas por el cine. Un lenguaje cifrado que consiste en el silencio, consiste en el ruido y consiste en la música.
El sonido, préstenle atención al sonido de Alma. Primero a la voz de esa ciudad en invierno: hay un aire invasivo fustigando los tejados y los pájaros envían su canto desde ultratumba. Irrumpe una música que podría dar sosiego pero, cuidado, hace parte de la trampa, la trampa en la que caerá esta pequeña niña, tan anacrónica, tan colorida para una ciudad que bien podría ser la ciudad de Nosferatu o la ciudad de Lovecraft o la ciudad en la que Jack el destripador creció aprendiendo su arte. Los pasos de Alma retumban solitarios en ese callejón del que no saldrá más pero en el que dejará escrito su nombre, frente a una juguetería que tiene rostro, un rostro hambriento. Sí, este cortometraje animado también tiene que ver con juguetes pero no al modo de Toy Story, más bien al modo de un cuento de Hoffman o al modo de una película vieja del expresionismo alemán en la que alguien quisiera vendérsele al diablo, sólo que el diablo de Alma no ofrece nada a cambio, rapta con alevosía, depreda mecánicamente, arranca de la vida a pequeñas criaturas de las que sólo quedan unos ojos inquietos, muy vivos, pero confundidos en una agonía de proporciones difíciles de imaginar y además perpetua.

El cortometraje animado es dirigido por un tal Rodrigo Blaas, aprendiz de brujo de Pixar que se lanzó en solitario a montar esta fábula para decirles a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y a los hijos de los hijos de hijos de próximas generaciones que el terror y el misterio son importantes, muy importantes para educar a los niños, para educarnos en general.

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