Las tumbas de Carlitos Gardel

Posted: jueves, septiembre 21, 2006 by Godeloz in


Gardel ocupó una tumba en Medellín pero apenas fue una estación para su movimiento migratorio. Después fue trasladado a Buenos Aires haciendo escalas en Nueva York, Río de Janeiro y Montevideo.

Estoy en la ciudad de los muertos, en el imperio que conquista al hombre desde el día de su nacimiento.

Recorro laberintos de bóvedas donde los huesos y la carne se hacen polvo.

Es extraña la paz de los cementerios, a primera vista todo es inmovilidad. Uno creería que es posible el silencio, que el movimiento del cielo es falsificado, que los cortejos fúnebres, envueltos en llanto, desfilan tras los ataúdes con la misma rigidez de las estatuas. Pero basta caminar una tarde para salir del engaño. Para ver que es extraña la paz de los cementerios, que hay bullicio, movimiento, que la ciudad de los muertos está cubierta por un cielo verdadero, por días que transcurren envejeciendo los mármoles.

Camino rodeado de tumbas, de nombres, de fechas, de fotografías rasgadas, de flores frescas y flores marchitas, de nubes de mosquitos. En los cipreses, que apuntan al cielo contoneándose como una flama negra, los pájaros aletean, y de vez en cuando, emiten un breve canto. Breve como la vida que los dueños de estos nombres dejaron atrás. Recuerdo que alguna vez leí en un poema que eso era la vida, posarse como un ave migratoria sobre una ventana, tomar agua y cantar, luego desaparecer. Algunos sólo toman el agua y se van. No cantan. Otros, ni beben ni cantan, como aves de mal agüero –cuervos tal vez- irrumpen con su negra presencia y dejan una huella perturbadora. En cambio otros se dedican sólo a cantar, a llenar las mañanas y las noches con una balada que a veces duele: son aves migratorias y deben dejar la ventana, desaparecer.

Alguna vez, en una de las tumbas de este cementerio San Pedro, estuvo el cuerpo de un hombre que a pesar de haberse ido, nunca dejó de cantar: Gardel, Carlitos, “El Mudo”, “El Morocho del Abasto”.

Tumba Prestada

En la bóveda número 2 del local 34 yacen hoy los restos de Zoraida Valencia, mujer que falleció en noviembre del 36. Más de un año había pasado desde que el Aeródromo Las Playas fuera el escenario de una colisión que se extendió por todo el mundo resquebrajando un millón de corazones.

La inscripción de su lápida sólo nos dice su nombre y la fecha en que murió: Zoraida Valencia de Salazar, 7 de noviembre de 1936. Sólo eso y la sombra de un santo robado y la fotografía rasgada de Carlos Gardel, todo lo demás te pertenece, Zoraida, el día de tu nacimiento, el día de tu boda si es que te casaste. Cuánto quisiste a tu primer hijo, cuánto lloraste a tu primer amor. También te llevaste a la tumba las razones de tu préstamo. Por qué decidiste prestarle la tumba al cuerpo de ese cantor de tango que murió en tu ciudad y estuvo seis meses en la oscuridad en la que ahora están suspendidos tus huesos, tal vez ya ni tus huesos.

Sí, en esta misma tumba, me digo, estuviste sepultado, hace ya 70 años, Gardel. Un día como este, 25 de junio, el sepulturero Francisco Echavarría y su compañero José Londoño, en medio de una multitud que lloraba y cantaba, te dieron sepultura, pero no sería el fin de tu migración.

La noche de tu entierro en Medellín tus canciones no dejaron de sonar en todo el mundo. La radiodifusora Schenectady, de Nueva York, reprodujo una y otra vez las canciones de tu última película, Tango Bar. Fuiste velado en la casa de un presbítero pero tus dolientes te iban a llorar en el vestíbulo del Teatro Junín. Al día siguiente, después de una noche eterna de tristeza en el mundo, llegaste a La Candelaria perseguido por cien automóviles de flores, entraste a la iglesia en los hombros de cuatro comediantes españoles de la compañía de Marina Uguetty, que en esos días se presentaba en la ciudad, y después te llevaron para el cementerio San Pedro, donde te esperaba la bóveda de Zoraida Valencia.

Mal hadada noticia

El día de tu muerte tu amigo Razzano se estaba afeitando cuando recibió la noticia de un joven que la pregonaba en el barrio. No lo pudo creer y pese a las violentas sacudidas que recibió, el mensajero no desmintió lo ya dicho: Tú, Gardel, habías muerto en Medellín.

Tu madre, en Toulouse, iba a sintonizar la estación de radio en la que todos los días escuchaba tus canciones. Encontró el aparato descompuesto y a tu viejo tío Jean silencioso y abrumado. Almorzó tranquila sintiendo la ausencia de tu voz. La última vez que te vio fue en septiembre del 34, hacía más de un año que no la visitabas en Francia. Qué ironía, alguna vez le dijiste a ella lo que no te cansabas de repetir: “Jamás subiré a un avión”. Pero en mayo le escribiste una carta diciéndole que viajarías a Colombia y que después la buscarías para llevarla definitivamente a vivir contigo en Buenos Aires, donde podría verte cantar en vivo como aquella tarde del 33, cuando actuaste en el Cine Soleil, y le robaste como siempre unos entrecortados suspiros al cantarle “Mano a mano”, la última canción que escuchó de tus labios vivos.

Después de almorzar, tu tío Jean no soportaba más el peso de la noticia y se lo dijo, le dijo que habías muerto en Medellín. Apenas se supo en el vecindario, la entrada de la casa de tu madre se llenó de la misma multitud que pasaba cada día a pedir que pusiera tus canciones en la vitrola.

Esa gente de Toulouse que te quería le daba voz de aliento pero no era suficiente para evitar que se quedara sola. Ya no contaba con muchas personas en el mundo. Apenas tu viejo tío Jean que se desesperaba por consolarla sin poder siquiera con sus propias dolencias de viejo, las que lo llevaron a la muerte 15 días después.

Ave migratoria

Tu madre se quedó entonces sola y el consuelo de sepultarte lo tuvo 8 meses después, cuando llegaste a Buenos Aires, el 5 de febrero del 36. Habías sido exhumado en diciembre, tu cuerpo se despidió de esta tumba de Medellín y partió hacia una gira más, la última. Lo llevaron en ferrocarril hasta La Pintada. En Lomo de Mula continuó el camino, a veces lo acarreaban en hombros por las trochas difíciles. Iba de incógnito. Cuando los curiosos preguntaban, les decían que tu cuerpo no era el cuerpo de Gardel, pero en Río Sucio lo sabían y le rindieron homenaje a ese cuerpo en su ataúd.

En camión llegó hasta Armenia y de nuevo en tren lo llevaron hasta Buenaventura, donde se embarcó hasta Panamá. Recibió el año nuevo en el mar y el 7 de enero llegó a Nueva York. En el barrio latino tus admiradores le hicieron homenaje durante una semana y el 17, tu amigo Defino se embarcó de nuevo con tus restos mortales. Hizo una escala en Río donde ocurrió otro homenaje y el 4 de febrero, en Montevideo, bajaron el ataúd al puerto donde tu madre lo esperaba.

Faltaba un día para llegar a Buenos Aires. Tu madre viajó contigo en el buque “Campana” hasta la ciudad Porteña donde cantaste por primera vez. Una ciudad que te recibió con 6.000 prostíbulos, donde a los 15 años eras de arrabal y el mercado del Abasto era el territorio de tus excesos, allí conociste la belleza de las mujeres y supongo que allí también, incontables veces, te rompieron el corazón. Hiciste amigos como el matón Ruggerito o como José Razzano con quien cantaste a dúo en el Armenonville. Tu madre, Bertha, se enteraba de tus correrías, de que fuiste relojero, tipógrafo, cartonero y hasta utilero teatral. Pero de lo mejor se enteró por tu propia boca el día en que llegaste y le avisaste: “¡Mamá! Desde hoy no trabajás más, el que trabaja soy yo”.

El buque atracó con tu cuerpo el 5 de febrero y una muchedumbre de 30 mil almas te esperaba para llevarte al Luna Park, donde te hicieron una ceremonia de gritos, de llantos y desmayos, de oraciones y de una sola canción: una orquesta dirigida por Francisco Canaro empezó a tocar un tango. Esa canción que habías entonado en tus propios conciertos, terminaba diciendo “Silencio en la noche, Silencio en las almas”, pero no era un día para minutos de mudez, el día de tu entierro todo el mundo cantó llorando.

La actriz Rosita Moreno envió una carta desde Hollywood que fue leída por la cantante Azucena Maizani. Cuando te sacaron del Luna Park en esa carroza arrastrada por 8 caballos -esos lentos caballos de los que eras víctima y enamorado, igual que de las mujeres ligeras-, en cada esquina de Corrientes pequeñas orquestas coreaban tus canciones. Eran más de 40 mil dolientes los que desataron sobre tu carroza una lluvia de flores. Algunos desataron los caballos para arrastrar ellos mismos el carruaje que te conducía hasta La Chacarita.

La gente se trepó en los árboles, en los techos de las casas, los monumentos y las otras tumbas para verte entrar al cementerio. Como es de suponerse, algunos se cayeron de su improvisado pedestal sufriendo contusiones y fracturas. Otros, se desmayaban sofocados por la muchedumbre y las secuelas de la tarde calurosa. Los funcionarios de la Asistencia Pública atendieron 25 desvanecimientos, una persona con fractura de pierna y tres casos de mujeres sumidas en profundas crisis nerviosas. El ataúd, con tu cuerpo, entró al cementerio custodiado por un ejército de 15 soldados de caballería, 25 agentes de policía y el grupo de gauchos a caballo que llevaban la corona que Alberto Vaccarezza, autor de teatro, te dedicó. Antes de decirte adiós por última vez, de dejarte en el lugar donde tu cuerpo pasaría el resto de las noches al lado de Perón y Alfonsina, el lugar donde se erigió después una estatua con tu figura de último Dandy, siguieron los discursos de tus amigos cercanos: En nombre de Dios y de todos los pájaros cantores que saludan a Dios todas las mañanas, dijo Vaccarezza, Zorzal Criollo, has volado tan alto que el fuego del sol quemó tus alas y ¿de qué muerte mejor pudo morir aquel que vivió cantando?

Junio de 2005