Últimos días de arrabal

Posted: martes, septiembre 26, 2006 by Godeloz in
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En Medellín, el tango es una fiebre que aumentó con la muerte de Carlos Gardel, el hombre que todos los días canta mejor. A 70 años del accidente que consumió la vida del Zorzal Criollo en el Aeródromo Las Playas, la pasión por la música del arrabal empieza a salir de un prolongado letargo.

En aquellos días, muy lejanos ya, Gardel había muerto envuelto en una llamarada como sólo los grandes saben morir. Buenos Aires quedó conmocionada, el fuego que se llevó al Zorzal Criollo se extendió como una mancha de aceite en los corazones de los porteños y, enfebrecidos, empezaron a llorar para siempre la partida del más grande. Pasaban los años y era como si no hubiera transcurrido un día, el tiempo se congeló para los tangueros de alma. Se volvió ingrávido, como la secuencia de una pareja que baila tango congelada en una gota de ámbar, trazando los firuletes propicios y necesarios para una seducción sin palabras: sólo la pierna de la mina rasgando el aire en forma de látigo, azotando la entrepierna del guapo enjailaifado. Buenos Aires era un móvil daguerrotipo de músicas y azares y luces que parpadean: un rincón arrabalero bajo un toldo de estrellas.

Luis Pérez no tenía ni idea de lo que era un tango, una milonga, un bandoneón. Pero por coincidencia o predestinación, le llegó a sus manos la música adorada de obreros y ferroviarios, de matarifes y malandrines, esa melodía de los orilleros, marinos y cuarteadores del Río de la Plata. Le llegó la música en forma de bandoneón. A su madre se le ocurrió la idea de comprarle ese instrumento que más parecía la elefantiasis de una oruga.

De improviso, aunque al parecer fue un evento premeditado, se vio sumido en un aprendizaje solitario idéntico al aprendizaje del amante. Aprendió a estirar el fuelle y a comprimirlo para arrancarle gemidos que eran tango, que eran calle y arrabal. Sobre sus piernas, el instrumento se arqueaba como un cuerpo de mujer, aunque definitivamente las lengüetas y botones nunca podrían superar las curvaturas enajenantes de las garúas de los boliches de San Telmo.

Así llegó el bandoneón a su vida, de una manera similar a como llegó a Buenos Aires o como dicen que llegó a Buenos Aires: Muchos años antes de mil ocho ochenta, en un barco alemán con un marinero que bajó a los bares del puerto buscando una borrachera y tal vez un amor. Cuentan que lo primero sí que lo encontró, se embriagó en cualquier peringundín de Palermo o La Recoleta, tal vez en uno de tantos sitios prostibularios de La Boca, y a la hora de salir, se encontró sin dinero para pagar la cuenta, sólo tenía una cosa en la qué caerse muerto: su bandoneón. "Total", puede que se haya dicho (aunque en Alemán), "más vale regresar a bordo, solo como he desembarcado, que perder la vida en un lupanar". Y dejó el bandoneón en prenda. Si hizo la promesa de regresar después por él, quizá regresó muy tarde cuando el instrumento ya había desplazado a la flauta de los conjuntos, cuando ya había pasado por muchas manos, cuando ya era un árbol en medio del bosque porque otros bandoneones llegaron al puerto para llenarlo no sólo de polkas, habaneras, valses y mazurcas sino de la música del hombre de ciudad, aunque una ciudad que era tal en las orillas: tango, palabra que designaba en un comienzo a los lugares donde los negros se reunían para bailar y hacer llorar sus tambores.


El tango a cuestas

A la par que crecía la leyenda de Gardel, creció Luis con el tango a cuestas. Primero tocando en una orquestita del barrio, después en el centro y después, a los 24 años, en el mundo entero. Salió de Buenos Aires para recorrer América. Faltarían dedos para contar sus viajes pero sobrarían bastantes para hacer un recuento de sus regresos.

Su gira, enrolado en la orquesta de una estrella, duró casi 15 años. Cantando en todas las ciudades desde La Patagonia hasta las Rocallosas, la orquesta del cantor Raúl Iriarte fue y volvió tres veces. Cada gira les llevaba 5 años, un viaje que arribaba a todos los puertos: Santiago, Lima, Quito, Caracas, Bogotá. Asunción, La Paz, Río, Medellín. La Habana, Panamá, México, Managua. Cada viaje, ya sea en tren, barco, bus, los demoraba una eternidad, más tiempo del que cualquier marino pasara en el mar sin volver a casa. Hasta que ya no había ciudad donde no los hubiesen escuchado y quisieron, Raúl y Luis, anclar por fin, volver a tierra firme. La Itaca de ellos fue Bogotá. Entre los dos, pues los demás músicos regresaron al Buenos Aires querido, montaron el “Restaurante y salón de té Raúl Iriarte”. En ese año muere el némesis de Al Capone, Elliot Ness; se estrena la película de James Bond Desde Rusia con Amor, se crea en Viena la Agencia Internacional de Energía Atómica y Silvia Plath conoce a su mejor amiga, es 1957. El Restaurante es todo un éxito, el tango es el delirio de los solitarios, que en ese entonces eran muchos (como ahora, como siempre), otros artistas reconocidos como Iriarte debutan en el escenario y los discos de Gardel son reclamados por alicorados seguidores.

Llegaron a Colombia pero el tango ya había llegado desde muchos antes aunque su aparición no quedó registrada en ningún documento de aduana. Su llegada a Colombia es, como todo lo que suene a tango, rodeada por un hálito ambiguo de fluctuación. Las versiones van de una anécdota a otra sin que se compruebe ninguna. Tan fácil como pudo llegar con el cine mudo, acompañando los impresionantes bailes de Rodolfo Valentino, pudo llegar con alguna orquesta venida a menos: músicos trashumantes buscando fortuna en las ciudades provincianas de la América del Sur. Sin embargo, la versión más aceptada es la que embarca una carga de discos de 78 revoluciones desde Argentina hasta Colombia. Por una de las caras los discos tenían las canciones de los músicos locales y por la otra los tangos que para aquella época eran desconocidos. Así fue expandiéndose el tango en Colombia, cargas de discos transportadas a lomo de mula y luego en barcos de vapor, que subían de puerto en puerto por el Río Magdalena y de estación en estación en la panza del ferrocarril.

En todas las ciudades que encontraban a su paso el tango ya era el dueño y el señor. En Medellín no fue distinto. Los trescientos mil habitantes que encontró el tango a su llegada, para la década del 50, se habían más que duplicado. Igual que Buenos Aires creció por los inmigrantes italianos y portugueses y sajones y judíos, Medellín se había poblado por los inmigrantes del campo que llegaban en el tren, así como llegaron a Buenos Aires, encerrados en el vientre de los buques, los primeros hablantes del lunfardo esa lengua de chachavaces, poligriyos, rantifusos, chamuyadores y escrushantes.

Los alrededores de la Estación Medellín estaban invadidos por un sarpullido de boliches y cafetines que rodeaban la plaza de mercado El Pedrero, donde Luis y sus compañeros músicos encontraron esos hombres de vida peligrosa que también se deslizaban en su ciudad natal: Compadritos, Guapos y Varones, aunque aquí se les llamaba diferente, se movían, con un contoneo de alacrán, de bar en bar por Guayaquil.

La orquesta de Raúl Iriarte, dirigida por Luis, tocó en la mayoría de los bares de guayaco, pero a ellos nunca les pasó nada porque eran los tangueros. Con sus trajes elegantes y sus instrumentos afinados, pasaron por los escenarios más importantes: Los bares Armenonville, La Bayadera, el Málaga, el Triana, La Gayola. En todos ellos tocaron revestidos de una gloria que no los dejó cuando la orquesta se fragmentó, ni siquiera cuando el Restaurante que abrieron en Bogotá cerró sus puertas y Luis se quiso ir para Caracas a trabajar de hotelero durante 15 años, dejando el Bandoneón para sus horas de vigilia, para sus horas solitarias. Pero el tango se lleva en las venas como una fiebre, una lengua de llamas, y con la convicción de que el tango nunca muere y nunca morirá, Luis volvió a su instrumento, tocando de nuevo en todas las ciudades. Viviendo en Bogotá sin regresar a Buenos Aires regresó a su bandoneón como se vuelve al primer amor.

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