A la sombra de la ciudad desaparecida

Posted: lunes, septiembre 25, 2006 by Godeloz in
1


Buena parte de los sobrevivientes de Armero se establecieron en Guayabal, Tolima, una población que creció a raíz de la tragedia y que ahora lucha por sobrevivir a una crisis económica con un doloroso recuerdo a cuestas.

Todavía, cuando pasa por las ruinas de la antigua ciudad, que ahora no es más que muros envejeciendo sin remedio entre una maraña de monte, José Rubio siente una terrible depresión que lo hace llorar. Piensa en los hijos que desaparecieron en Armero y el cansancio de los primeros meses vuelve a cernirse en su cuerpo como si nunca hubiese dejado de buscar, como si hubiera pasado cada día de estos 20 años caminando por las ciudades, en los asentamientos de damnificados, tocando en cada puerta y escrutando cada rostro con el afán de reconocer a la familia perdida una noche en la que él estaba lejos.

Aún guarda las fotografías de sus hijos en la billetera, junto a su carné de damnificado. Viejas fotografías de hace 20 años que ahora están amarillentas, roídas en los bordes, borrosas, veladas con luces y sombras que recubren los rostros de un aire irreparable de mortandad. Incluso, su propia fotografía tiene esa especie de velo de tristeza. Veinte años atrás José Rubio envejeció de golpe. Desde que escuchó por radio la noticia de la avalancha, entró en un decaimiento que se reflejó en los surcos que aparecían en su cara, en las canas que se multiplicaban en su cabeza, en las ojeras que crecían bajo sus tristes ojos. La piel se pegó más a los huesos. La espalda se curvó hacia delante. La mirada cayó en picada hacia una opacidad que lo aisló del mundo, confinándolo en una realidad de ilusiones donde él permanecía al lado de los suyos, acompañándolos en el último momento, muriendo con ellos. Aunque no perdió la esperanza de encontrar un día a alguno de sus 4 hijos con vida.

Desde que salió de Barranquilla, ese jueves 14 de noviembre de 1985, la única idea que tenía en la cabeza era la de buscar sin dar tregua.

Llegó a Honda, Tolima, después de viajar durante 18 horas. El caos vial que produjo la avalancha hacía imposible transportarse hasta Guayabal y tuvo que recorrer los últimos kilómetros caminando junto a una masa de peregrinos cuya esperanza común era la de encontrar sobrevivientes. Llegaron a Guayabal al atardecer, desesperados, sedientos. José no estaba preparado para encontrar las montañas de cadáveres que los cuerpos de socorro arrumaron en el parque central, que para ese entonces era apenas un pedazo de tierra amarilla donde los fines de semana peleaban los gallos.

Haciendo de tripas corazón, José Rubio inició su búsqueda entre los muertos. Intentaba reconocer a su familia entre los cuerpos, que uno tras otro, sin parar, descargaban los helicópteros. Hasta que la necesidad de ir al sitio del desastre se le hizo inaplazable y abordó uno de esos enormes moscardones que sobrevolaron la ciudad desaparecida. Tampoco estaba preparado para ver a su pueblo convertido en una mancha gris, en una playa. Una imagen que nunca, en lo que le queda de vida, se apartará de su memoria aunque con todas sus fuerzas sí quisiera olvidar.

Ese día José no encontró a nadie y los días que siguieron tampoco. Buscó en todos los pueblos vecinos durante semanas y llegó a Bogotá para seguir buscando. Sabía que una gran cantidad de damnificados habían sido trasladados a la capital, donde se erigieron varios asentamientos, y los recorrió uno por uno, desplazándose a pie de un lugar a otro porque creía que si tomaba un bus perdía la oportunidad de toparse en la calle casualmente con un hijo. Visitó cada clínica de la ciudad. Si se enteraba que en determinado sitio la Cruz Roja repartía mercados o ropa a los damnificados, José aparecía preguntando por los suyos sin acordarse de que él también lo había perdido todo y necesitaba de las ayudas. No encontró a nadie en Bogotá ni en los demás pueblos adonde se habían desplazado los damnificados. Lérida, Líbano, Ibagué… En cada lugar la búsqueda era infructuosa y entre una decepción y otra José envejeció de golpe porque no le quedaba remedio, porque el tiempo transcurría para él con doble fuerza, sentía un día como un año en el que la nostalgia se aproximaba demasiado a la locura y después a la más horrible desesperanza. Y decidió que no era capaz de aguantar más, que no seguiría buscando, que ya era suficiente. Lo decidió a la media noche mientras el bus en el que viajaba descendía por la carretera en el cañón del Chicamocha. Se dirigía hacia la Costa en la vía que conduce de Bogotá a Bucaramanga. Contemplando por la ventanilla la absoluta oscuridad tomó la decisión inalterable de no buscar más y arrojarse para siempre en el abismo, donde las nubes que impedían divisar el fondo se le hicieron semejantes al desierto de lodo en el que quedó convertida Armero. Detuvo el bus e intentó bajarse pero tal vez la expresión de su cara era demasiado evidente como para alarmar al conductor.

-Aquí no hay nada que buscar, esto es solamente un abismo- , dijo entonces el conductor y cerró la puerta adivinando las intenciones nefastas de José, que siguió recorriendo todas las ciudades, buscando en los barrios de damnificados, aproximándose sólo una vez a lo que desde hacía tiempo esperaba.

Alguien le dijo que había visto con vida a uno de sus hijos: “Está muy grave en el hospital pero está vivo”. Más tardaron en decirlo que él en llegar a la clínica. Hasta ese momento no sabía lo que significaba la alegría. En efecto, en la clínica había un paciente llamado José William Rubio, como su hijo de 23 años. No volvió a sentir desde ese día una emoción tan grande. Encontrar un hijo que creía perdido en una avalancha, que consumió la vida de 26 mil personas, era para José una gracia divina. Pero del mismo tamaño de su alegría fue el tamaño de su desencanto cuando supo que el paciente hospitalizado era un homónimo al que le faltaba el segundo apellido para ser su hijo sin discusión. Así le ocurrió muchas veces, se topaba con personas que decían haber visto a uno de sus hijos en una clínica, en un asentamiento o en un barrio y a todos los lugares llegaba José ignorando de todas formas las sospechas de nuevas decepciones.

Le costó mucho trabajo hacerse a la realidad y empezar a reconstruir su vida. El tiempo dedicado a buscar no le dio espacio para anotarse en los planes de vivienda que se desarrollaron en Armero-Guayabal y en los municipios circundantes. Así que por su propia cuenta, trabajando en lo que podía, José sobrellevó todos estos años al lado de su nueva familia.

Borrados del mapa

A sus 74 años José siente que es mucho más joven que en esa época de caminar sin rumbo, solo, sin que el azar lo premiara. Ahora trabaja, desde las 6 de la mañana, en una pequeña caseta situada en el parque de Armero-Guayabal frente a la iglesia, viendo transcurrir los días monótonos y calurosos de esta región del Tolima, y extrañando un mejor tiempo que, igual que Armero, quedó borrado del mapa.
“En Armero sí había trabajo, era una ciudad de tanto ambiente que a lo que uno se dedicara eso le daba de comer. Ahora este pueblo parece el cumplimiento de una profecía que dice que en los últimos tiempos la gente correrá de aquí para allá buscando un sitio mejor sin encontrarlo, volviendo siempre al mismo punto”.

La caseta donde vende refrescos y comida la cierra a las 6 de la tarde, cuando empieza a oscurecer. Aunque a esa hora, la luz y el calor parecen resistirse al ocaso. Incluso los pájaros, desde las ramas de los árboles, irrumpen con un canto de muchedumbre que hace parecer como si apenas amaneciera.

Armero-Guayabal, entonces, se puebla de motos y bicicletas que suben y bajan por las calles pavimentadas elevando sin embargo una muy leve nube de polvo.
El pueblo tiene la forma de un caparazón irregular de armadillo: ovalado con puntas que sobresalen en una perfección geométrica determinada por los nuevos barrios que se construyeron después del desastre.

Antes, cuando su nombre era uno sólo, Guayabal hacía parte de Armero, era la antigua Inspección de Policía y su vida giraba en torno a la ciudad blanca y en torno a la carretera. Los fines de semana los armeritas visitaban el pequeño caserío buscando el placer del trago, los gallos y las prostitutas.

Desenterrando a los vivos

Después de la erupción del Nevado del Ruiz, cuando la segunda ciudad del Tolima quedó sepultada bajo 6 metros de lodo, lava, escombros y cenizas, Guayabal se convirtió en uno de los principales centros de operaciones donde se ubicaban campamentos y se arrumaban los cadáveres como leña. Así lo recuerda José Rubio y lo comenta desde su caseta mientras los esposos Hernando Prada y Amanda Santos de Prada, quienes cada noviembre viajan desde Bogotá a Armero-Guayabal, recuerdan cómo vivieron el desastre.

“Estábamos en Bogotá y sabíamos que algo había pasado, no alcanzábamos a imaginarnos qué. Empezamos a llamar a todo el mundo a las 6 de la mañana de ese jueves y nadie contestaba, cuando escuchamos por radio al capitán Rivera, el piloto del avión de fumigación, diciendo que Armero había desaparecido, que no se veía ni la cúpula de la iglesia. Fue terrible imaginarse así al pueblo. También recordamos que pasaron una grabación del alcalde Ramón Rodríguez diciendo que se había entrado el agua al pueblo. A él se lo llevó la avalancha mientras alertaba con un megáfono a la gente, pero ya era demasiado tarde.

“En las noticias advertían que nadie podía viajar, que las carreteras estaban cerradas, pero se nos presentó la posibilidad de viajar en un helicóptero de la Presidencia. Viajamos el viernes hasta Honda. Cuando llegamos a Guayabal vimos que el tren salía con sobrevivientes, gente cubierta de lodo, como figuritas de cerámica. Fue la última vez que vimos el tren, después se llevaron los rieles.

“Era impresionante ver en el parque los cadáveres acostados, todos desnudos. La avalancha les arrancaba la ropa y después la piel, era horrible. Hasta los sobrevivientes quedaban desnudos. Los socorristas limpiaban los cadáveres con una manguera y otro grupo de hombres les tomaban la carta dental. Les abrían la boca, les sacaban las piezas de oro y las metían en una bolsa. En ese momento no había luz ni autoridad.
Nosotros elegimos un grupo de hombres para que fuera caminando hasta Armero a buscar familiares sobrevivientes. Como la carretera estaba invadida de lodo, nos fuimos por el campo y llegamos por la parte alta del pueblo. ¡Era verdad lo que había dicho el piloto! No se veía ni la cúpula de la iglesia, todo estaba arrasado, Armero era un playón. Se escuchaban los lamentos de la gente y en el sector del cementerio se escuchaban perros y gatos ladrando y maullando. Encontramos a un señor embarrado que nos dijo: ‘Caminen me ayudan a sacar a mi papá’. Era un señor que estaba atrapado como Omaira y los hijos intentaban sacarlo cavando a los lados. Es que Omaira fue un símbolo pero mucha gente quedó atrapada como ella.

“Mi tía, Lucía Fernández, (dice Hernando Prada) también quedó atrapada hasta el cuello. Unas varillas le aprisionaron las piernas. Ella sobrevivió y nos contaba que cuando estaba enterrada en el lodo veía gente caminando en el lodo y arrancando las joyas a los cadáveres. Eran saqueadores que se aprovecharon de la situación. Sin embargo ella, tratando de ocultar las orejas para que no le arrancaran los aretes de oro, los llamó para que la auxiliaran.

“Después de ayudar a rescatar al señor atrapado caminamos por el cementerio donde había gente refugiada porque hasta ese lugar no alcanzó a llegar la avalancha. Se escuchaban lamentos por todos lados. Nos causó mucha curiosidad un hombre extendido en medio del cementerio, como si estuviera dormido. Estaba muerto pero limpio. No se sabe de qué murió. Cuando llegamos al barrio donde vivíamos, todo estaba destrozado, las puertas de las casas abiertas y las calles vacías. Ya habían rescatado a mi mamá y a una sobrina y entonces regresamos. Ellas estaban ya en Bogotá y salimos de Guayabal, lo más triste de todo era ver la cantidad de sobrevivientes saliendo de Armero con sus cositas al hombro sin tener un lugar dónde llegar”.

Una sombra de 20 años

Pero sí tenían dónde llegar: Guayabal, uno de los lugares donde más concentración de sobrevivientes hubo. Aunque es como si no hubieran llegado a ningún lado. Esa es la sensación general de los sobrevivientes que se establecieron en este municipio, que después de la tragedia adquirió un doble nombre, una doble identidad caracterizada por la dificultad económica predominante y el recuerdo de una ciudad que ya no existe pero que todavía ejerce una presencia evidente en la añoranza de quienes la conocieron calle por calle.

En Armero el comercio y la actividad agrícola eran una fuente de empleo para los pocos habitantes del viejo Guayabal. Tabernas, supermercados, joyerías, ferreterías, entidades bancarias, cooperativas, y otros establecimientos la convertían en la segunda población más importante del Tolima después de Ibagué. Aunque como en todas las poblaciones había problemas de pobreza, su prosperidad se extendía en la región haciendo llegar esquirlas de ese progreso a los pueblos más cercanos.

Marina Ospina vivía en Guayabal y trabajaba en la Tesorería del Municipio de Armero. El 13 de noviembre de 1985 estaba descansando en su casa cuando desapareció el pueblo que le daba sustento a su familia. Se quedó sin trabajo. “Armero era hasta una bendición para las familias pobres. Los sábados las calles se llenaban de niños de Guayabal que madrugaban desde las 4 de la mañana para vender tamales de puerta en puerta. Trabajaban todo el día y casi siempre lo vendían todo, yo me quedé sin trabajo pero me he sostenido gracias a Dios, ahora estoy dizque censando”.

La sombra trágica que cubrió a Colombia hace 20 años parece oprimir con más intensidad a personas como Marina, porque 1985 fue el año de un cataclismo imposible de olvidar, más aún cuando el crecimiento de Guayabal ha sido a medias. Su población se triplicó después del desastre. Su nombre cambió a Armero-Guayabal. Su división territorial pasó de Inspección de Policía a Municipio. El número de barrios aumentó por esa oleada de caridad extranjera que le brindó techo y cobijo a los sobrevivientes.

Alrededor del viejo Guayabal creció uno nuevo, paralelo, simétrico. Conjuntos de casas agrupadas bajo los nombres de las fundaciones que los construyeron. Barrio Cruz Roja Bavara, Barrio Suizo, Barrio Minuto de Dios, Barrio Pastoral Social, Barrio Visión Mundial, Barrio Ayudémonos, etc. Tantos nombres de organizaciones extranjeras parecen el testimonio innegable de la torpeza de las entidades nacionales, que no estaban preparadas para distribuir las donaciones que llegaban del exterior, y de la corrupción que se tragó una buena parte de las ayudas.

Alto riesgo

Luego de la erupción del Nevado del Ruiz, los sobrevivientes buscaron un sitio para erigir de nuevo el municipio. Algunas haciendas de la región fueron candidatas pero se encontraban en una zona donde podían ocurrir calamidades si se presentaba otra erupción. Cuando parte de la población empezó a trasladarse a Guayabal, Ingeominas determinó que no se encontraba en zona de alto riesgo y nació el municipio. Aunque no como el antiguo, pues la población se dispersó por ciudades como Ibagué, Bogotá, Armenia, Líbano y Lérida.

El actual secretario de Planeción de Armero-Guayabal, Octavio García Barón, un sobreviviente de Armero, dice que el municipio se ha desarrollado en la parte física pero el estigma de la tragedia ahuyenta a los inversionistas. “Antes, el agua se cargaba en burro, ahora hay acueducto, sin embargo la economía está frenada, hay mucho desempleo”.

Y esta situación se hace evidente dando un paseo por las calles del Pueblo. Sobre la calle principal, una larga avenida de dos carriles por donde niños, adultos y ancianos se movilizan en bicicleta, se ven personas que esperan a que pase el día sentados en sus sillas mecedores, viendo la televisión desde el zaguán de sus casas, intentando recibir aire fresco, que es un aire inmóvil y seco.

Los pocos locales comerciales son restaurantes, panaderías o tiendas, alguna farmacia, algún hospedaje adonde nunca van a parar los viajeros porque en el pueblo no hay nada que ver, ni siquiera el lugar del desastre que ahora pretenden convertir en atracción turística. La economía familiar, en muchos casos, tiene que completarse con rifas que casi nadie compra porque el premio, la mayoría de las veces, es un celular que ya nadie necesita.
Sobre esta avenida está el único semáforo del pueblo, colgado de cables como un condenado a muerte. No funciona y es otro fantasma porque es un semáforo rescatado de entre los escombros de Armero.

La gente, además, se está yendo para mejores parajes. A pesar de que la actividad agraria de Armero-Guayabal es una fuente de empleo, la mano de obra que se necesita no basta para la cantidad de desempleados, la maquinaria hace casi todo el trabajo y pueblos como Mariquita, Honda o Lérida, ofrecen más oportunidades. El riesgo está entonces en que la cantidad de habitantes no sea suficiente para conservar la condición de Municipio. Los funcionarios del Dane, que actualmente adelantan el censo nacional, estiman que la población de Armero-Guayabal es de 16 mil habitantes, cifra que haría entrar al municipio en ley 550, convirtiéndolo en corregimiento.

La dejadez se hace notar a pesar de los esfuerzos de la Administración Municipal. Hasta el cementerio es una faceta del abandono que habla de cierto sino trágico que, como una mancha de alquitrán, no se despega de la vida del pueblo: la maleza borra los senderos, el agua de los floreros acumula legiones de mosquitos y las tumbas desaparecen tras un maquillaje de musgo, moho y telarañas. Casi no hay flores para los muertos y las fosas comunes donde fueron enterrados los armeritas que no pudieron ser identificados permanecen olvidadas en la parte posterior del cementerio. Algunos epitafios hacen el intento de recordar el desastre, tratan de rendir un homenaje a los miles de desaparecidos sin nombre que yacen todavía bajo el lodo endurecido, pero el tiempo fue borrándolos con la misma furia de la naturaleza que anuló al pueblo de un tajo definitivo sin dejar un solo chance para la reconstrucción.

1 comentarios:

  1. Muy interesante ¿hay más información sobre el barrio Suizo?