“Lo que no vemos también nos define”

Posted: jueves, diciembre 13, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , , ,
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Cuando trabajó como asistente de Walter Salles en la dirección de Diarios de Motocicleta (2004), Julia Solomonoff prácticamente recorrió Latinoamérica de punta a punta. Pero este derrotero volátil no era nada nuevo para ella. Un seguimiento a cada etapa de su carrera permite hacerse la idea de una mujer inquieta que ha construido una obra diversa con la suma de itinerarios que la han puesto justo en el ojo del huracán si es que el cine pudiera compararse con algo parecido. Nació en 1968, año emblemático para la historia universal de la rebeldía,  y quizá sea una coincidencia que en sus años de adolescente ella ejerciera un liderazgo que todavía recuerdan los que eran estudiantes en aquella época y sobrevivieron a la brutalidad de la dictadura. Su primer largometraje, Hermanas (2005), se basa precisamente en las cicatrices que este periodo oscuro de la historia Argentina dejó sobre todo en los jóvenes que, renunciando a la alternativa indeseable de hacerse los de la vista gorda, decidían luchar conociendo los peligros implícitos en su causa: desaparición o exilio.

Y estos asuntos tan dolorosos aún, los aborda Julia con la delicadeza de quien conoce desde adentro el sufrimiento pero toma distancia para narrarlo y hacer aunque sea un poco de la justicia sanadora que permite la memoria. Es desde la distancia que Elena y Natalia vuelven a su pasado común: Natalia intentando descifrar los hechos que originaron su exilio y Elena esforzándose por redimir la culpa sangrante que la entristece. El guión de la película construye el perfil de dos mujeres fuertes, muy distintas una de la otra pero que al reencontrarse actúan como los elementos de una reacción química que por separado son inofensivos pero lo hacen volar todo al mezclarse. Las protagonistas de Hermanas están descritas en un tono íntimo, casi familiar, que debe su verosimilitud a la serenidad de un guión que dice tanto con lo que oculta como con lo que muestra. “Creo que ser mujer me da una manera de observar otras mujeres. Puede ser una ventaja, permitirme identificarme con cada una de ellas en distintos niveles y también puede ser una desventaja. Como todo punto de vista, se define no solo por lo que ve, sino también por lo que no ve. Y lo que no vemos también nos define.”


La frase anterior encaja perfectamente en ese bello fragmento del universo que Julia Solomonoff dejó ver en su segundo largometraje, El último verano de la Boyita (2009), donde el conflicto y la tensión surgen por todo lo que no se puede ver. En las dos películas la directora hace el ejercicio de retratar un mundo doméstico pero si en Hermanas toma distancia para hacerlo, en El último verano…, literalmente, lo hace desde el corazón mismo  de la Argentina. Según cuenta la directora, la historia de Jorgelina y Mario transcurre en un lugar donde se mantienen varias prácticas agrícolas de siglos atrás (Aldea San Juan, en Entre Ríos). Un entorno rural donde es claro el choque entre lo masculino y lo femenino, entre lo agreste y lo sutil. Dicotomías encarnadas en el  personaje de Mario y reveladas ante Jorgelina, que las usa para saltar desde su trampolín de niña y dar la primera zambullida en su mundo de mujer. A lo largo de la película los dos personajes evolucionan pero en Jorgelina es más evidente la formación de un juicio que se independiza de los adultos. ¿Un autorretrato de la directora? Ella misma responde que no lo sabe pero le gusta la idea: “Escribí una historia que reúne muchos elementos autobiográficos: una infancia rodeada de mujeres (tengo dos hermanas, ningún hermano, mi mamá es ginecóloga, mis abuelas sobrevivieron a mis abuelos, una empleada que nos cuidaba.) Para mí, el mundo doméstico es un mundo femenino. El mundo del campo, al menos el de mi infancia, es un mundo más masculino. Las tareas son más físicas, la fuerza es un valor necesario. Eso ahora, en varios rincones del mundo, ha cambiado. Y también ha cambiado la valoración de lo masculino, algo que genera muchas crisis... pero bueno, eso ya es otra película.”


El último verano de la Boyita es en el trabajo de esta directora la obra con la que demuestra que ha superado todas las pruebas de fuego, que ha formado una voz propia fácil de destacar en el ámbito latinoamericano. Un camino que Julia Solomonoff ha recorrido por etapas, con paciencia, nutriéndose del saber y el arte de directores con los que ha trabajado como Fabián Bielinski, Isabel Coixet, Luis Puenzo, Walter Salles o Carlos Sorín, quien la incluyó en el reparto de Historias mínimas (2002). En pocas palabras, Julia ha sabido estar donde se cuecen las habas, contribuyendo con la ascensión merecida de un cine latinoamericano que con las particularidades de su esplendor atrae todas las miradas. “Creo que el cine latinoamericano está pasando por un momento histórico, de reafirmación, de energía, de creatividad y de búsqueda. Luego de la Guerra Fría, en la que la mayor parte de Latinoamérica fue el patio de atrás de confrontaciones mayúsculas, soportando dictaduras horribles, se ha dado un proceso de democratización muy interesante”.


En ese momento de energía y creatividad, cómo no, el rol femenino es imprescindible. Sin embargo, para Julia Solomonoff “la creciente presencia de las mujeres es simplemente parte del proceso. Obviamente ayuda la proliferación de escuelas de cine y tecnologías más accesibles, no solo económicamente sino también más livianas y más sencillas de manejar. Todo esto hace que ahora aquella idea de dirigir una película, que sonaba tan lejana como ir a la Luna cuando yo era chica, ya no lo es”.


Y aunque sería complejo distinguir el cine que hacen las mujeres del que hacen los hombres hay asociaciones inevitables, parentescos, diálogos o afinidades de los que surge la tentación clasificatoria. Pero, ¿están las mujeres más capacitadas para describir mundos femeninos? ¿Es su punto de vista distinto al de los hombres? Ciertamente hay diferencias pero para una directora como Julia Solomonoff no es cuestión de género. “Un relato, una mirada ‘desde adentro’ de una situación, lleva a disminuir estereotipos y a crear personajes más ambiguos, más complejos. Pero eso no solo depende del género del director sino de su honestidad, sensibilidad e inteligencia. De lo que estoy segura es que sería una tristeza horrible que las mujeres se dediquen a hacer películas de mujeres y los hombres de hombres y los LGBT a hacer películas queer. De ser así, nos perderíamos por ejemplo a Holly Golightly o los hombres rudos y desesperados de Bella Tarea (Claire Denis). Lo mejor, lo más reparador, lo más valioso que tiene el arte para ofrecer al mundo es la empatía, la idea de que todos podemos ser otro, sentir lo que siente otro, conmovernos. Y ese movimiento, implícito en la palabra e-moción y con-moción, es cambio, es crecimiento.”

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