Monstruos demasiado humanos

Posted: jueves, diciembre 06, 2012 by Godeloz in Etiquetas: , ,
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A mediados de los años 40, el señor Alfred Hitchcock se encontraba recorriendo las instalaciones de diferentes hospitales mentales, entre ellos el asilo de Hartford en Connecticut y el Hospital Bellevue en Nueva York. Contrario a lo que podría pensarse, no se hallaba en busca de un lugar de reposo para apaciguar el remolino creativo que se agitaba en su cabeza, buscaba las locaciones ideales para rodar Spellbound (1945), un drama psicológico con el que mataría dos pájaros de un solo tiro: por un lado le daría gusto al productor David O. Selznick al abordar en una de sus películas el tema del psicoanálisis pero, por otro lado, haría algo más importante: volcar sus propios traumas y culpas en una trama de persecución con la que penetra la atormentada mente del personaje principal John Ballantyne, interpretado por Gregory Peck, para resolver la misteriosa desaparición del Doctor Edwardes, cuya identidad es usurpada por Ballantyne tras un episodio de amnesia que se convertirá en el McGuffin que pondrá en marcha la trama detectivesca y romántica.  

La culpa es básicamente lo que perturba al personaje de Peck en Spellbound. De hecho, es un arraigado sentimiento de culpa el origen de los trastornos mentales que proyectan algunos de los personajes de la filmografía de Hitchcock. Desde la delirante Henrietta Flusky que Ingrid Bergman personificó en Under Capricorn (1949) hasta la enigmática ladrona interpretada por Tippi Hedren en Marnie (1964). Personajes que comparten una culpa insoportable, oculta en profundos recuerdos, que causan dolor cuando se acercan a la superficie y por lo tanto son reprimidos en una agitada lucha que el director aprovecha para crear turbulentas escenas, torturar a sus adoradas rubias y provocar en el público emociones de extrañeza y masoquismo.     

Esa manera que tenía Hitchcock de hurgar en la culpa de sus protagonistas hasta hacerlos sangrar se puede interpretar como un intento encarnizado de ahondar en su propia culpabilidad, infundada desde sus primeros años de infancia por la estricta educación a la que fue sometido por parte de su padre y de los maestros jesuitas que lo formaron en el colegio.
Hitchcock aprovechaba sus películas para hablar de sí mismo y convertir sus recuerdos en piezas clave del lenguaje personal que inventó a partir de sus estudiadas imágenes. La culpa que en Spellbound detona los delirios de Gregory Peck es la de haber asesinado una figura paterna primordial lo que quizá refleja los sentimientos que Hitchcock guardaba hacia su padre, quien en una ocasión lo envió con una carta a la estación de policía. Al leerla, el oficial que lo atendió lo encerró en una celda y le dijo: “Esto es lo que se hace con los chicos malos”. En uno de los ataques de pánico de Spellbound, Gregory Peck grita a viva voz lo que quizá el pequeño Hitchcock gritó en las profundidades de su alma cuando salió de aquella celda: “¡Por qué las luces están apagadas! ¡Enciéndanlas! ¡Abran las cerraduras de las puertas! ¡No pueden mantener a la gente en celdas!”.  

Pero Hitchcock no era, como sus personajes, un cántaro de traumas, complejos y entelequias. Simplemente usaba sus temores como el combustible para una creatividad sin límites que configuró una de las obras más completas y exquisitas del séptimo arte, apoyado además en el séquito de talentosos artistas que reclutaba para sus filmes. La mítica secuencia onírica diseñada por Salvador Dalí para Spellbound, o la chirriante melodía que Bernard Herrmann compuso para la truculenta escena de la ducha en Psicosis (1960) se han convertido en elementos del canon insuperable que Hitchcock edificó para el cine de suspenso.

Fiel a sus reglas, Hitchcock ponía la psique de sus personajes al servicio de las situaciones opresivas con las que construía sus inquietantes tramas, suministrando a su público dosis crecientes de una ansiedad adictiva. Aunque Under Capricorn no es una de sus mejores películas, ilustra perfectamente la diestra manipulación que Hitchcock era capaz de ejercer sobre sus personajes, especialmente cuando éstos tenían el don de una rubia cabellera. Atormentada es la traducción de este filme, haciendo una obvia referencia al semblante que Ingrid Bergman adopta para interpretar a una traumatizada mujer que en el pasado ha cometido un crimen espantoso. La locura transitoria de Bergman, suscitada además por las insidiosas intrigas del ama de llaves, genera en los demás personajes reacciones mezcladas de repudio y temor que le dan a la película un aura misteriosa y exótica semejante a la de Rebecca (1940), aunque menos lograda, pues en este caso Ingrid Bergman no es acechada por la presencia fantasmal que subyugaba a la cándida Joan Fontaine en todos los rincones de su fantástica y a la vez lúgubre mansión. En ambas películas, sin embargo, el desenlace es compasivo con los personajes y el amor surge triunfal como infalible bálsamo curativo. 

En el cine de Hitchcock hay una plaga de lunáticos entrañables y detestables maniáticos que provocan sentimientos elementales de amor y odio. En el primer grupo podría ubicarse perfectamente a   ‘Scottie’ Fergusson, el personaje principal de Vértigo (1958), interpretado por un James Stewart que exhibe un popurrí de peculiaridades antológicas, desde el miedo irracional a las alturas hasta un sentimiento de culpa que lo lleva a provocar por segunda vez la muerte de la mujer que ama. 

El segundo grupo, el de odiosos dementes, tiene aún más militantes. Empezando por Bruno Antony, el asesino de Extraños en un tren (1951) y terminando en el estrangulador de las corbatas de Frenesí (1972), atractivos personajes que esconden las rancias características de su personalidad tras un encanto fingido que les permite mantenerse impunes a lo largo de la historia, por lo menos mientras Hitchcock decida hasta qué punto los inocentes deben pagar los platos rotos.

Pero hay un personaje que se mueve con soltura en esta frontera de encanto y repulsión. Se trata de Norman Bates, la figura central de Psicosis (1960). Cordial, elocuente y aparentemente inofensivo, Bates es capaz de hacer que el público se sienta de verdad muy culpable por encariñarse con él. Hitchcock reúne en esta película múltiples ingredientes que la elevan al grado de obra maestra: trepidantes secuencias que suceden a un ritmo frenético, como la huída tipo road movie de Janet Leigh; una escenificación impecable que se le debe en gran medida a la fotografía de John L. Russel; el diseño ingenioso de cada toma, obra de los dedicados artistas encargados del story board, entre ellos Saul Bass, quien tuvo en sus manos la tarea de diseñar cada cuadro del asesinato de la ducha; y una trama inicial que desvía nuestra atención para que luego el espanto sea más efectivo, pues ese robo que ejecuta de manera improvista la sensual Marion Crane es sólo un vehículo para conducirla hasta el gótico escenario donde tendrán lugar los horrores que engendrarán a lo largo de los años sesenta y setenta todo un subgénero del horror, el de los slasher. 

Psicosis es una evolución del suspenso en todo el sentido del término, pues al presentarnos la figura de un hombre cuya mente atrofiada causa más espanto que los monstruos arquetípicos que el cine de terror acostumbraba usar –vampiros, hombres lobo y demás criaturas sobrenaturales-, Hitchcock demuestra que las más terribles amenazas que acechan sobre los seres humanos y su sociedad no se originan de agentes externos, inexplicables y todopoderosos, sino que provienen de nuestros semejantes y están resguardadas en el indescifrable laberinto de la mente. 

Anthony Perkins le da vida a un personaje que por común y corriente que parezca, luce aún más monstruoso cuando se revelan las verdaderas implicaciones de sus grotescos crímenes. Al final de la película un psiquiatra explica detalladamente las causas de su comportamiento psicótico y los acontecimientos que le dieron a Norman Bates su personalidad deforme y ambivalente. Sin embargo, no importa lo naturales que sean sus patologías, hay un factor que amedrentó al público de su época y más de 50 años después sigue provocando el mismo desasosiego y es que con esta película Hitchcock nos hace conscientes de la inmensa posibilidad de que exista una locura igual o peor reposando dentro de nosotros o, por lo menos, en el cuarto de al lado. 

1 comentarios:

  1. Anónimo says:

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