Un kamikaze en el cascarón del gringo

Posted: viernes, diciembre 07, 2012 by Godeloz in Etiquetas: ,
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Los kamikazes no paran. Aceleran a fondo. Van con todo –armados hasta los dientes- contra su objetivo. Son fugaces. No le temen a nada y pocos llegan a veteranos. Pero Clint Eastwood es un kamikaze inusual.  A sus 78 años de edad se ha inmolado como director en una treintena de películas y como actor ha registrado más de 60 apariciones en pantalla. ¿Hasta cuándo Clint? “Pues hasta que me dé la gana”, parecería responder este gringo de pura cepa nacido en el frío San Francisco, que al día de hoy conserva bajo su piel arrugada la energía para rodar en tan solo 32 días una obra maestra de la que además es protagonista.  Pero también parece que a Clint Eastwood le gusta jugar con la prensa e inventa nuevas respuestas a esta supuesta pregunta. El anuncio de que Gran Torino sería su última interpretación puede tildarse como parte de un juego que empezó con Los imperdonables en 1992 cuando Eastwood en persona había asegurado que no volvería a estar tras las cámaras y frente a ellas al mismo tiempo. Aunque sus seguidores hace rato perdieron el interés por este tipo de especulaciones, pues no todo está escrito en el cine, y si a las manos del director  llega un guión con algún personaje apto para él, es probable que lo volvamos a ver antes de que exhale su último suspiro. 

A Clint Eastwood las ganas le pueden y definitivamente el guión de Gran Torino estaba escrito para él. Por eso no se contuvo y una vez se despidió de Cannes en 2008, donde recibió una Palma de Oro como tributo a su carrera, volvió a Estados Unidos a rodar la historia del octogenario Walt Kowalski y la de sus vecinos y de cómo se las arregla Mister Kowalski con su nuevo estado civil –viudo- para mantenerse indemne a los cambios del vecindario. Es un último mohicano en Detroit: los vecinos de siempre se han mudado; sus casas fueron ocupadas por inmigrantes hmong –un pueblo del sudeste asiático-, las pandillas patrullan las calles y Mister Kowalski es el único que mantiene verde el césped y todavía iza la bandera de las 50 estrellitas como buen veterano de la guerra de Corea. A través de los ojos entrecerrados de Clint Eastwood resuma el desprecio, su garganta gruñe protestando en actitud racista y uno esperaría que en cualquier momento detone su Harry Callahan interior diciendo tras una Magnum 44 “Alégrame el día”.  Pero esta historia es más compleja, no hay Magnum 44, si mucho un viejo rifle M1, y lo que termina por alegrarle los días a este jinete de cara pálida será esa gente de raras tradiciones que vive en la casa de al lado. “Tengo más cosas en común con estos monos que con mi propia familia”, es lo que descubre Walt ya con su cascarón ablandado del que deja salir al hombre ecuánime, cariñoso, capaz de darlo todo por sus amigos, incluso su Ford Gran Torino del 72.


Cuando se  supo que Eastwood estaba rodando una película llamada Gran Torino corrió el rumor de que en realidad se trataba de la sexta entrega de Harry el sucio. Se pensó en un argumento con persecuciones y tiroteos. La despedida del gran Clint Eastwood sería por todo lo grande, volviendo a uno de los personajes que lo hicieron legendario. Sin embargo, la sorpresa fue todavía mayor: una historia sencilla traducida en secuencias bien construidas donde la intimidad de lo doméstico se impone sobre los pocos estallidos de violencia en los que sí aflora algo del detective duro de roer o del  intrépido vaquero que pervive en la carne añeja de este mito llamado Clint Eastwood. De hecho, a lo largo de toda la película aparecen las diferentes facetas que Eastwood ha encarnado en su cine: la del hombre duro que dispara (su dedo) sin concesiones, la del antihéroe que protege a los oprimidos, pero más interesante aún, la del viejo dinosaurio –como en Millon Dollar Baby- que se ve envuelto involuntariamente en una relación que trastoca sus afectos. En este caso, es el joven Thao y la bella Sue quienes obligan a Walt Kowalski a desenvainar su corazón. Clint Eastwood consigue los momentos más divertidos cuando hace que los tres personajes compartan una escena: el asado del jardín o la incursión del americano en la fiesta de los hmong pueblan el relato de bellos detalles que se intensifican cuando el protagonista pronuncia sus dardos almibarados del más fino sarcasmo.


De esta trinidad Eastwood saca el provecho necesario para hacer de Gran Torino su testamento cinematográfico. Las actuaciones que logra de los debutantes Bee Vang (Thao) y Ahney Her (Sue) son el reflejo de su experiencia como actor. Logra de los jóvenes inexpertos un trabajo altamente sincero, al grado de que por momentos la película parece un documento, un fiel estudio que expresa la diversidad sobre la que está erigida América, y también sugiere todo lo plural que hay en el cine de Eastwood, especialmente el de los últimos años: una gama de películas de factura cuidadosa, bien escritas y concentradas en ofrecer descripciones minuciosas de protagonistas que dicen tanto con sus silencios como con sus acciones y palabras. En definitiva, obras sin embalajes innecesarios ni trucos. Clint Eastwood prefiere las formas tradicionales y riega su miga de pan a lo largo de estructuras primigenias, para guiar a su público hasta el centro de los personajes, donde se hallan fuertes todavía pero desnudos, sin que sea posible evitar la compasión, la identificación o el cariño: recogemos las migas hasta encontrar a esos personajes solos en la oscuridad donde las duras circunstancias que enturbian de fealdad la vida le pueden exprimir lágrimas a una piedra.


La estructura de Gran Torino está compuesta en clave de western: forastero en su propio vecindario, Walt Kowalski es el encargado de poner a raya a los bandidos. Se vuelve amigo y salvador. Recibe ofrendas de los habitantes del pueblo y al tiempo advierte que ha llegado al punto de no retorno. Se acerca el fin de tus días Walt y debes acabar tus peleas. Cuando todo parece marchar bien se desata el dolor sobre quienes intentaba proteger y el pistolero parte al atardecer para su último duelo con cowboys en miniatura, sólo que en esta ocasión no lleva una coraza antibalas oculta bajo su abrigo. Esta estructura para contar una historia en el Detroit de nuestros días es maniobrada por Clint Eastwood con efectividad: consigue mostrar la épica escondida tras el velo de lo cotidiano. Sólo que aquí la épica nos espanta mientras lo cotidiano nos enamora.


El acto kamikaze de Clint Eastwood consiste en entregar un cine desinteresado, paralelo a la carrera por cualquier premio, que se lleva lo mejor a lo que puede aspirar una película: la ovación secreta de los espectadores y la persistencia en sus memorias. Más aún cuando se reivindica alguna situación de la realidad. Los vecinos de Walt Kowalski bien pudieron ser latinos o afroamericanos, pero este guión es alérgico al cliché e incorpora una cultura desconocida para muchos, incluso ignorada. Los hmong, su forma de vida, sus creencias, sus bellos nombres, sus ideas de la familia y sus ritos le dan a Gran Torino un tono que la hace novedosa. Nick Shenk, el guionista, había trabajado con miembros de esta etnia en una fábrica, conoció un poco de su mundo; a través de la historia que concibió junto a Dave Johannson y gracias a la realización veraz, detallista del film, pudo darle a los hmong una visibilidad que hizo reaccionar a la opinión pública, pues el Gobierno Estadounidense no ha compensado como se debe a los que fueron sus aliados en Vietnam.


La investigación que adelantaron los responsables de Gran Torino para no hacerla tropezar en imprecisiones tuvo en cuenta el vestuario, la gastronomía, las pautas de convivencia, el idioma y su transición entre las distintas generaciones, así como la música que, al incluir temas de rap hmong, le aporta universalidad y riqueza a la banda sonora de la película.  El casting mismo para elegir a los actores se realizó entre miembros de esta comunidad y ver a estas personas comunes y corrientes, no actuando sino más bien simulando sus propias vidas frente a las cámaras, es otro de los aspectos que hacen de Gran Torino imprescindible y entrañable.


Clint Eastwood, además de conseguir una película taquillera –en Estados Unidos recaudó 29 millones de dólares en su primer fin de semana-, da cátedra sobre la vida, la muerte, las relaciones con los otros y la vigencia de los viejos que a pesar de achaques, caprichos o excentricidades tienen todo por ofrecer. Walt Kowalski no es diferente de cualquier hombre de 80 años: manifiesta la nostalgia común por su mundo perdido, cuida de su Gran Torino con esmero y esta fijación es una forma metafórica de mostrar el papel que asume la experiencia a la hora de conservar vivo el pasado para nutrir las generaciones futuras. Cuando pone sus cosas en orden, antes del acto más kamikaze de la película, ya no sólo vemos a Clint Eastwood haciendo de Walt sino que lo vemos interpretándose a sí mismo, diciéndonos que está en paz con el cine realizado a lo largo de todos estos años en una despedida –ojalá temporal- que llega a un clímax imprevisto, un bonus track en el remate: la voz del director, gutural, casi fantasmagórica, susurra las primeras estrofas de la canción que compuso para la película y, aunque invisible, ese viento divino estremece las diferentes formas de la percepción y nos dice que, entre todas las cosas vivas, el cine es lo más vivo.


(Texto publicado en la revista Kinetoscopio en el año 2009)

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